sábado, 4 de julio de 2009

Civilización


Nos sentamos ante una mesa plagada de aparatos electrónicos, nos comunicamos instantáneamente con personas que están en cualquier parte de Europa o del mundo, sabemos en un momento en qué punto se encuentra el cargamento que estamos esperando, asignamos códigos indescifrables para el común de los mortales para designar objetos que se diferencian entre sí sólo por sutiles detalles, usamos rígidos protocolos sociales para relacionarnos con nuestros semejantes y con nuestros superiores y subordinados, asignamos prioridades a nuestras tareas para alcanzar la máxima productividad, nos rodeamos de normas y más normas, con el propósito de enmarcar y dar forma al caos que nos rodea. En suma, nos consideramos civilizados.

Pero la realidad es que nos pasamos el tiempo marcando el territorio, por ejemplo, con códigos de acceso al sistema de ordenadores, vistiéndonos y usando un sinfín de objetos proclamamos nuestro status dentro del grupo, consciente o inconscientemente queremos subir en la jerarquía, queremos aparecer delante de los demás con nuestras mejores galas para pretender exhibir nuestro atractivo sexual.

La compañera que se sienta en la mesa de al lado está defendiendo su territorio, me doy cuenta claramente cuando se muestra reticente a que la ayude cuando yo he terminado mi tarea y ella debe compensar el (considerable) retraso que lleva en la suya, mi jefe exige puntillosos detalles a los e-mails que envío a nuestros clientes y proveedores, yo me doy cuenta y digo en voz alta que voy a orinar por las esquinas. Lo he dicho con apariencia seria pero muerto de risa por dentro. Jefe y compañera me preguntan qué es lo que he dicho, y les digo que, simplemente, voy a marcar el territorio.

He conseguido el objetivo, dos personas se ponen rojas casi hasta el colapso y yo echo de menos una banda sonora o unos aplausos grabados. Lo único que obtengo son tímidas sonrisas y miradas que evitan cruzarse con mis ojos. He subido un peldaño en la jerarquía del grupo, babuino afeitado y duchado, y me siento contento.

Rígidas normas sociales exigen que me muestre impasible (y, sobre todo sin mirar) ante el considerable (a la par que apetitoso) escote de otra compañera. Sin embargo, me resulta imposible evitar que durante fracciones de segundo mi vista se desvíe y que tenga que hacer esfuerzos (denodados) por mantener la vista fija en los ojos cuando hablo con ella. La compañera que ha bajado hace un momento un escalón me mira y, silenciosamente, me dice que me ha pillado mirando. Recupera instantáneamente el escalón perdido con un par de observaciones mordaces acerca del verano y de los calores (varios).

Llegan las seis de la tarde, y la hembra-alfa (ya llevamos todo un día en la selva, vamos a llamar a las cosas por su nombre), que lleva tres meses de duro enfrentamiento con el macho-alfa del grupo, me pide que, por favor, la lleve en mi coche al aparthotel donde todos los que nos hemos trasladado nos hospedamos mientras encontramos vivienda. Al macho-alfa sólo le falta mostrar los colmillos, él lleva y trae desde nuestro aterrizaje a la hembra-alfa.

No puedo evitar unas sinceras ( y sonoras) carcajadas. Esto es la selva, no sólo por el calor que hace, sino porque estamos (todos, y yo el primero) comportándonos como babuinos. Me siento divertido, pues llevo unos años cerebralizando mi comportamiento y, de repente, veo cosas que, por lo visto, han estado delante de mí todo el tiempo.

Y no puedo evitar sentirme contento, porque un babuino de status superior al mío y con quince años menos que yo, me considere un rival.

Llego al aparthotel, culminación de la civilización, con aire acondicionado (qué gloria!), baño espectacular, suelo de madera, y tras soltar mi bolsa me voy directo a la ducha. Le pregunto al babuino que me mira desde el espejo que dónde ha perdido su pelo.

Buen resumen para un día completo. Tras nuestra civilización, sólo somos monos desnudos.